Reseña del libro "El hombre que agotó el amor"
UN PRINCIPIO QUE CANTA AL AIREPardiez, que la vida es bella! Pero no así como así, sino en ciertas circunstancias de hora y de lugar, como, por ejemplo, después de una comida suculenta, pródigamente rociada, al lado de amigos que charlan y ríen, lejos de toda preocupación enojosa y ante la perspectiva de una buena tarde primaveral, de sol tibio y acariciador.Y en estas circunstancias se encuentra don Rosendo, el formidable don Rosendo Peladilla de la Pirandela.Nuestro orondo protagonista ha gozado las delicias imponderables de un bravo almuerzo con amigos caros -y, en cierto modo, baratísimos, porque cada uno se ha pagado su almuerzo-, fuertes comedores, bizarros bebedores... Don Rosendo ha charlado y reído entre tajada y copa, alegre y alborotador. Tras el humo azulenco de su habano vislumbra la probabilidad inminente de acabar la tarde en la alcoba perfumada de un lupanar cortesano.¡Oh, cómo se las promete don Rosendo Peladilla de la Pirandela! Y merecidamente, como compensación a las interminables, oscuras, farragosas horas de una semana entera durante la cual ha andado removiendo, tras sus lentes de oro, en el fondo de su almacén de mercerías, facturas, pedidos, cartas que hablan de encajes y cintas, de randas y botones...Es don Rosendo dueño de una tiendecita de la calle de San Bernardo, el corazón del "barrio golfo", como le llama Emilio Carrère, desahogada posición que "se ha ganado a pulso", como repite sin descanso. Usufructúa, además de su comercio, una burguesa tripita, que rima, en rima perfecta, con su lucida calva y sus cuarenta y siete bien llevados.Después del almuerzo, ¿cuál sería, al fin, el porvenir inmediato de don Rosendo? Por lo pronto, deshacerse de los amigos. El lo era de los suyos, pero ciertas cosas gustaba de hacerlas solo. Y ya pueden ustedes figurarse qué clase de gorrinerías eran esas ciertas cosas.Consultó el reloj. Las tres. Perfectamente. Se separaría de los amigos, daría una vueltecita "por ahí" hasta las cinco, a fin de hacer la digestión...; que muy presente tenía él lo que le ocurrió a un colega de la misma calle de San Bernardo, el cual, por empeñarse en que eso de la digestión es una pura filfa de los médicos, se fue una vez a la calle de Lope de Vega, después de un ágape copioso, y obligó a los señores forenses a declarar -un poco socarronamente, sin duda- que había muerto de gusto. Daría, pues, una vueltecita de dos horas, se iría luego a cualquier sitio, y... en hablar con el alma, fumar un cigarrillo, acariciar el mentón a las pupilas, desnudarse lentamente y demás, se iría la otra horita que los higienistas prescriben.
