Durante siglos el mal y su origen fueron considerados como un misterio. Tienen, pues, su lógica los sucesivos intentos, ya desde Platón, de minimizarlo, entendiéndolo como mera privación del ser, o de convertirlo en funcional a la armonía última del todo. A partir de la implantación del Cristianismo, el problema acentúo su condición dramática, incluso trágica. I de Dios, dueño absoluto de todas las cosas, no puede proceder nada que no confirme su bondad, justicia y santidad, ¿Cómo ha podido permitirlo sin entrar en contradicción con sus perfecciones? De ahí la ingente tarea que Leibniz, el filósofo de la armonía preestablecida se propuso; justificar a Dios por la desconcertante existencia del mal en el mundo, un mundo que, atendiendo al conjunto, sería el mejor de todos los posibles.En Teodicea, el más relevante de sus libros y uan de las cumbres del pensamiento filosófico y teológico del Occidente cristiano, Leibniz nos presenta un Dios que en su creación del mundo ha seguido el plan más digno de merecer su preferencia. Un Dios convertido en optimizador global de la economía del universo, que ha hecho y hace lo mejor que es posible. Un Dios definido como un instancia trascendente sometida, a pesar de su infinitos poder y sabiduría, a unas determinadas constricciones lógicas. El debate de la Teodicea se acentúo a raíz del terremoto de Lisboa de 1755, que costó 250.000 vidas. En ese marco hay que situar el vibran alegato de Voltaire contra el optimismo leibniziano.