Durante mucho tiempo hablamos de que tenía que irse, que no quedaba nada de él en aquella casa, nada de amor, nada de cariño, nada de la fe que una vez compartieron. Pensé que si no lo hacía era porque aún se aferraba, terca, inútil, desesperadamente, al lugar donde alguna vez fue feliz, al tiempo glorioso de las uvas y las dádivas. No sabía aún que para él los años se habían fundido en el pasado, que el tiempo se había anclado en el dolor y que debía soportarlo hasta el último minuto, hasta la última humillación, para no ceder a la esperanza de que no lo había intentado todo. ¿Qué puede hacer alguien cuando comprende que carga con el destino de su padre, con el olvido de su madre, con los juguetes rotos de su infancia? El viajero que una vez fue y que antaño recorrió el mundo había terminado por peregrinar de una habitación a otra, de una puerta a otra, del piano en silencio a la cama vacía, de la biblioteca en blanco a la chimenea apagada. Todo en aquella casa de la sierra era invierno, salvo el amor loco que acunaba en su corazón como a un pájaro muerto. ¿Qué podía hacer sino cantar hasta que llegara la hora de la mudanza?David Torres