Este libro está excepcionalmente escrito. La precedente no es una afirmación desbocada, no obedece a ningún entusiasmo insustancial ni a nada que no haya pasado por las difíciles barreras del conocedor, del personaje que sabe a fondo qué es una buena prosa porque ha luchado a lo largo de su vida por conquistar la suya.Mire, yo nací (dice Irene Vilar) en el estado libre asociado de Puerto Rico. Una colonia norteamericana. Por consiguiente, no tengo patria. No tengo una tierra sobre la que apoyar mis pies y decir aquí, donde estoy parada, es mi tierra. Es mi patria. Mi patria es mi cuerpo. No tener patria no ayuda a que una se quiera, dice Irene. Y su gran tragedia es ese desamor profundo que siente por sí misma. Un desamor que centraliza en su corporalidad. Nada la defiende de eso. Ni sus lecturas, ni sus cursos, ni sus merodeos en universidades de un imperio que (sabe) jamás será suyo.Al no tener patria no he conseguido desarrollar un gran amor por mi cuerpo. Lo que no se ama, se destruye. Al no tener un cuerpo pero -a la vez- tenerlo, esto que tengo sólo merece mi odio. Es nada y menos que nada. Es el resultado de una vejación, de un ultraje, de una humillación.El libro que usted tiene en sus manos es la jubilosa historia de un salvataje. Irene se aferró a la vida por medio del amor a la literatura y por una reconciliación con su cuerpo. Esa reconciliación tuvo la forma más impecable que la vida puede tener: dar vida. Irene Vilar es una mujer que se deslizó ardua y penosamente, pero con un coraje excepcional, de la destrucción a la procreación. No voy a decir cómo. Es su tarea, no la mía. Esa es la hazaña que narra este libro. Si me permití centrarme en las partes más penosas de su largo y -qué duda cabe- atrapante periplo, es porque deseo que quede en sus manos la luminosa narración de un surgimiento jubiloso. El suyo. Y que sea su prosa exacta, serena, jamás amenazada por el melodrama, la autocomplacencia o el gratuito desborde, la que se haga cargo de entregarla al -más que posiblemente- agradecido lector.