Desde los primeros años del siglo XX fue quedando claro que la paz entre estados que se había mantenido en Europa en las tres últimas décadas estaba deteriorándose. Y gravemente. Las potencias europeas se dirigían hacia una confrontación por un nuevo reparto del mundo, y al mismo tiempo que se emprendía el camino hacia la guerra, en el movimiento obrero se mantenía, y radicalizaba, el debate sobre el avance hacia un sistema alternativo al capitalismo. Sistema que era el que mayoritariamente había concebido el socialismo, agrupado en la Segunda Internacional. La respuesta a la amenaza de una gran guerra se cruzó con la disyuntiva entre evolución y revolución. Entre los defensores de ésta, la corriente bolchevique de la socialdemocracia rusa, el ala izquierda de la alemana y la neerlandesa, fue creciendo la convicción de que la respuesta a la guerra era la revolución. Y lo era ya fuera preventiva o como respuesta si la guerra finalmente estallaba. Y fue creciendo el sentimiento de que tanto la guerra como la revolución tendrían un carácter mundial.