American film

ricard gomez de osiel · UNKNOWN

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Reseña del libro

AMERICAN FILM ...Llegamos al cine minutos antes de comenzar la sesión. En el palco había cuantos requisitos pueda apetecer el amor más complicado y exigente. Pero Yela se asomaba a la sala y no parecía muy dispuesta a procurar ocasión favorable. Del patio de butacas, lleno de público dominguero, llegaba un vaho espeso y acre. Se apagó la luz y yo me instalé al lado de mi amiga. Y poco a poco vi que la atención suya se perdía fijándose en las escenas de una comedia cursi que proyectaban. Era el ambiente del país de Yela, lleno de rudezas y de generosidades heroicas. Yo atendía a ella y la imaginación laboraba incesantemente. A medida que la imaginación daba realidad falsa a mis deseos, el organismo respondía prematuramente, con manifestaciones inequívocas de impaciencia. Más me excitaba cuanto mayor era la fría serenidad de Yela, que seguía la acción de la película interesadísima y ausente a mí. Era un serio conflicto sentimental para temperamentos sencillos y corazones sanos y jóvenes. Yela tenía una frase para alentar al amante y otra para insultar al traidor, y las pronunciaba a media voz, en inglés. Entre tanto, crecía la plasmación carnal de mi lascivia. ¡Qué dura! Yo tenía secas las fauces y febriles las sienes. Si alguna vez hablaba, la garganta apagaba el sonido en delatora afonía. Y la película seguía, creciendo en intensidad de emoción. La escena representaba el momento en que la amante pura y enamorada lucha con el traidor para defender su honor, y, por fin, cae rendida y doblegada bajo un brutal abrazo de posesión. En aquel momento llega el prometido y se presiente su sorpresa al encontrarla a ella entegada a otro hombre, no sabe si voluntariamente, porque el amor en su grado patético es agotamiento de toda capacidad de resistencia y defensa. Yela clavaba sus dedos, nerviosamente, en la guata del palco. Cuando el prometido llegaba a la misma puerta del gabinete y ponía la mano en la falleba, Yela ahogó un suspiro y extendió su brazo inconscientemente. Su mano atarazó mi muslo en la obscuridad, con tan feliz acierto, que aprisionó mi bulto erecto y lo estrujó suavemente entre sus dedos. Quien ahogó un grito entonces fui yo. Ella seguía sin darse cuenta, atenta a la pantalla. Yo, considerando ganada la partida, rodeé su talle con mi brazo. No usaba corsé, y en la semidesnudez de su cuerpo recibí un contacto enardecedor, de esbeltas y finas morbideces. Ella se inclinó sobre mí y rodeó, a su vez, mi cuello sin apartar los ojos de la pantalla. Prodigábame extrañas frases en inglés. Rápido y febril libré del obstáculo de la ropa el apéndice activo y requerí la mano de la amiga, que volivió a asirse a él con afán.

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